Era el año 1978, y tenía yo
sólo 5 años cuando ingresé al 1º Básico de la Escuela N º 51 “Naciones Unidas”
de Puerto Montt. Moría de ganas por entrar al colegio y me sentí inmensamente
feliz de verme en una sala de clases rodeada de otros niños.
Por otro lado, desde que aprendí
a hablar, mis padres me enseñaron a cantar, por lo que mi alegría no tuvo
límites cuando mi profesor se mostró como un hombre extremadamente cariñoso,
amable y preocupado, y además: músico.
Don Pedro Nail era un hombre
moreno que usaba bigote y sonreía todo el tiempo, así lo recuerdo… siempre
contento. Canté todo el año con él y mis compañeros, ir a la escuela para mí
era la gloria.
Siempre evoqué muchas cosas
de ese año tan lejano, pero sin duda que el recuerdo que me marcó para el resto
de mi vida y que me hace escribir hoy, comenzó un día de octubre, cuando él
entró a la sala con una caja en la mano, era una caja pequeña y delgada, la
abrió y nos mostró lo que contenía: un dominó de cartón. A los niños nos
pareció ver un tesoro dentro de esa caja… ¿para quién sería? Nos dijo que ese
regalo era para el niño que obtuviera el primer lugar en rendimiento. Yo quedé
pasmada, porque no sabía que al final del año se premiaba al mejor alumno,
pensé además que no sabía si tenía tantas notas buenas como para ganar el
premio.
Pues bien, llegó el gran día
en que se haría el acto de despedida del año, el que se realizaba en un salón
que era utilizado como comedor todos los días, y que en su fondo tenía un
pequeño escenario. Don Pedro me había preparado para acompañarme a cantar
delante de todos los estudiantes y yo estaba extasiada porque además mi papá
estaba conmigo.
Llevaba puesto un vestido
celeste con flores blancas y zapatos de charol, recuerdo mis nervios al cantar…
pero salió todo bien. De pronto mi papá me dijo: “Van a nombrar a los niños que
obtuvieron mejor lugar” y escuchamos mi nombre… era el tercer lugar de entre
todos mis compañeros. Subí al escenario y don Pedro entregó un regalo a la Directora , quien me lo
entregó con una sonrisa. Bajé del escenario y fui hasta el fondo del salón a
encontrarme con mi papá, cuando llegué me abrazó y me dijo ábrelo, es un
chocolate parece…
Pero yo sabía que no era un
chocolate.
Era tal mi convencimiento que
no dudé en decirle “no es un chocolate, es un dominó”, mi papá me
miró extrañado, y rompiendo el papel de regalo que tenía la imagen de Condorito
en negro, blanco y naranja, lo vi: El Dominó.
Sé que el trato generoso y
amable hacia un niño quedará para siempre en su memoria, lo sé porque ese
hombre maravilloso me trató como si yo fuera la persona más importante del
mundo, y nunca lo pude olvidar.
Al año siguiente Don Pedro
tomó el nuevo 1º básico y nunca volvió a hacerme clases, por lo que al rememorar
esta historia siento desde siempre una confusión de sentimientos: la dicha de haber pasado
ese año maravilloso, y la soledad que sentí todos los años que vinieron
después, simplemente pensaba que no era justo. Sólo una vez más volvimos a
cantar juntos, yo ya cursaba en 6º básico cuando me enseñó la canción “El
Andariego” de Patricio Manns, la que cantamos en algún recreo pero nunca en
público.
Hace poco colgué mi
certificado de 1º básico en una pared de mi casa, no está su nombre escrito
allí pero sí su firma, es como en la intimidad quise darle un homenaje a Don
Pedro. Días después, lo encontré después de muchos años, no sabía si reír o
llorar, así que hice las dos cosas, su sonrisa y cariño eternos me transportó a
esos primeros años, en que junto a él canté: “Estaba la Catalina , sentada junto a
un laurel, sintiendo la frescura de la tarde al caer…”