jueves, 23 de agosto de 2012

Una pasión indescriptible


He leído -alborozada- un texto de Guillermo Cabrera Infante, escritor y guionista cubano que tal parece, comparte gran parte de su genética conmigo, transcribo su inspirada reseña: 

Offenbach

Aparición de

Jaime Diego Jacobo Yago Santiago Offenbach llegó a nuestra vida, sin todos esos nombres, hace exactamente seis años, sin previsión y de repente, como los milagros. Sucedió que un día fui a ver a un amigo, a quien yo visitaba a menudo, y allí estaba, imprevisto, imprevisible, Offenbach, entonces un largo gato flaco y blanco que se subía por las cortinas y casi trepaba las paredes para luego venir a mi regazo, de un salto inaudito, comenzó a hacer los más extraños ruidos oídos jamás por mí: así debían cantar las sirenas. Al otro día llevé a Anita y a Carolita, mis dos hijas, a que lo conocieran. También iba Miriam Gómez. (Aquí tengo que hacer un paréntesis deshonroso: es necesario decir que Miriam Gómez siempre quiso, ya desde Cuba, tener un gato siamés y que yo, que había tenido de niño toda clase de pets, desde cernícalos hasta una jutía, que es como una rata gigante y herbívora de los campos de Cuba, yo siempre había sentido un innato disgusto contra los gatos, y me negué a tener uno, siempre.) Offenbach, que aún no era Offenbach, tenía solamente dos meses de nacido.

Conquista de… unos y otros

A la semana de haber conocido a Offenbach la novia de mi amigo viajaba a Gibraltar y ellos no tenían quien se ocupara del gato. Decidimos todos que viniera a casa por esas dos semanas. (Para completar la ocasión fausta, a mi amigo se le había declarado una fuerte alergia nasal producida por… ¡el pelo de gato!)

La conquista fue rápida y mutua: Offenbach había encontrado su hogar definitivo, el sitio a que estaba destinado, y nosotros habíamos encontrado al gato pródigo. De más está decir que cuando su dueña entre comillas regresó de Gibraltar ya no era la dueña: ella misma se encargó de decir que habíamos nacido el uno para los otros, y viceversa. Offenbach, por mutuo consenso, se quedaría a vivir en casa.

El porqué de un nombre
Todos preguntan por qué Offenbach se llama Offenbach y cuando digo por qué nadie quiere creerlo. Sucede que en los primeros días Offenbach solía cantar. A veces lo hacía a las dos de la mañana y su canto era tan poco melodioso que ofendía a Bach.

Ruidos raros

También a medianoche Offenbach solía visitar nuestra cama para hacer los más raros ruidos. Al principio creímos que se sentía solo o mal y la mejor manera de calmarlo era pasarle la mano por el lomo. Pero esto sólo hacía aumentar los ruidos raros, hasta que supimos que eran ronroneos de felicidad y contento.

Offenbach cambia de casa

Hay una vieja regla inglesa que declara a los gatos más amantes del lugar que de sus dueños, y así hay miles de gatos abandonados en toda Inglaterra, simplemente porque sus dueños cambiaron de casa y decidieron dejar el gato detrás. Con Offenbach ocurrió todo lo contrario: él entró primero que nadie en la nueva casa y pronto estaba tan feliz, más feliz, que sus dueños: no era la primera, ni sería la última regla que Offenbach rompería.

¿Nadie es dueño de un gato?

Siempre había leído y oído decir que nadie es verdaderamente dueño de un gato, que se trata de una asociación libre que el gato puede romper cuando menos se lo espere y desaparecer para no volver jamás. No ocurre así con los siameses, a los que algunos llaman los gatos-perros, aunque en su nativa Siam eran llamados los gatos-monos. Offenbach es un siamés con puntos de lila.

Pedigree de
Offenbach es el único inglés de esta casa y aunque él se siente mejor al calor del sol, raro en Londres, sus padres y sus abuelos nacieron en Inglaterra. Fue por casualidad que supimos su pedigree: para nosotros Offenbach podía ser un gato de callejón y todavía ser el centro de la casa: nosotros también somos egipcios. Pero sucedió que un día nos vimos forzados a castrarlo –los siameses son criaturas eminentemente sexuales– para terminar con sus celos que lo torturaban y nos perturbaban. Seguimos la indicación de un veterinario, famoso porque escribe libros sobre gatos y perros, a cuya consulta asistimos.

Al llegar a la consulta y ver el veterinario a Offenbach nos preguntó si teníamos su pedigree. Los siameses con puntos de lila son una creación de los criadores ingleses y más raros que el siamés corriente, ese que tiene manchas de café en la cabeza y en las patas y en la cola. Nosotros ni sabíamos ni nos interesaba el pedigree de Offenbach. El veterinario nos preguntó a quién pertenecían sus padres y sólo pudimos decir quién nos lo había regalado, que a su vez lo había recibido de un cantante de pop. El veterinario consultó su memoria y pronto supimos que Offenbach era nieto de una gata propiedad de George Harrison, el músico Beatle. Pero todavía hay más: había una enfermedad de la realeza, como la hemofilia rusa. Offenbach era nieto de un gato de nombre impronunciable que había pasado a toda su progenie una enfermedad fatal del páncreas. Así supimos que todos los hermanos y primos de Offenbach estaban muertos, atacados de repente y por vómitos incoercibles. Offenbach había pasado el periodo peligroso y ahora está vivo solamente porque todas sus comidas llevan polvo de páncreas y no hace más que dos comidas al día, aunque él se las arregla para estirarla a tres. (Más más adelante.)

Como antes, mejor que antes
La castración no afectó a Offenbach más que en su relación con las gatas. En sus relaciones con nosotros si acaso se hizo más afectuoso y mimado. Ahora bien, Offenbach nunca ha abandonado la casa. Excepto por dos veces que se cayó de una ventana trasera abierta al verano al patio de abajo, lo que nos hizo recorrer todos los patios de la vecindad hasta acceder al patio indicado y encontrarlo más aterrado que aventurero.

Offenbach y los gatos
Offenbach jamás ha conocido la relación con otro gato y siempre se ha negado a reconocerse como tal: él se cree de veras un ser humano y, aunque esta creencia es siempre fatal para los animales, su comportamiento es tan humano que Miriam Gómez lo llamó un día “un gato animado”, recordando los gatos de Walt Disney et al.

Una vez un pintor amigo nos hizo atravesar Londres hasta Hampstead para que Offenbach conociera su gata siamesa, Zuzu. Todo iba bien por el camino (Offenbach no teme subir a un auto, solamente subir a un taxi, recordando tal vez que éste es el vehículo en que lo llevamos al veterinario, donde siempre ha sufrido heridas y pinchazos), pero, no bien llegamos a la casa, se engrifó, comenzó a escupir y se quedó aterrado en un rincón. Ver a la gata para él fue como para nosotros ver el demonio encarnado. Al regreso a la casa, Offenbach vomitó y defecó en el pasillo, como para demostrarnos físicamente su malestar espiritual.

A veces Offenbach añora las aventuras de los gatos que se ven por la ventana que da al patio, pero es una añoranza lejana, como si esos gatos fueran héroes de leyendas borrosas.

Un día ocurrió la confrontación inevitable. Compramos un espejo, que vino cuidadosamente envuelto. Curioso como todos los gatos, Offenbach quiso ver lo que contenía el paquete. Desempaquetamos, pues, el espejo que quedaba apoyado en el suelo a su altura y, no bien se vio, quedó fascinado con el espejo, tanto que le dio la vuelta, buscando su imagen que desaparecía en los bordes. Finalmente se enfermó ese día: tal vez acababa de reconocerse como gato. Lo cierto es que el espejo, que está en un extremo del pasillo, a la altura humana, aparece a menudo manchado en su parte inferior, con huellas que parecen de una nariz húmeda o de un lengüetazo. ¿Se habrá enamorado Offenbach, otro Narciso, de su imagen en el espejo?

El tercer gato
El tercer encentro de Offenbach con otro gato ocurrió un día que se apareció en la vecindad (el barrio está poblado por las más variadas especies gatunas) un gatico negro y joven, al que pusimos por nombre Blackie. Blackie era el gato más inteligente que hemos conocido y dio prueba de ello de una manera decisiva.

Blackie había visto a Offenbach sentado en mi mesa-escritorio y pegado a la ventana trasera, y ya desde abajo le intrigó este gato blanco y distante. Pronto atravesó todos los patios aledaños, salió a la calle de al lado, dio la vuelta a media manzana, seleccionó nuestra puerta entre tantas otras en la cuadra y vino a pararse en la ventana delantera, sentado en el poyo. (¡Ese periplo de Blackie es solamente comparable al de un ser humano entrando en un laberinto y encontrando la salida ipso facto!)

Hicimos entrar a Blackie, el pobre, tan amistoso como era, pero Offenbach lo rechazó violentamente y por primera y única vez en su vida atacó a Miriam Gómez que lo tenía cargado. Desde entonces, para dejar entrar a Blackie en la casa y darle de comer, había que encerrar a Offenbach en un cuarto primero.

Desgraciadamente, los días de Blackie en este mundo fueron pocos. Adoptado por una vecina, quien le había comprado un collar contra las pulgas, amaneció un día muerto, atropellado por un auto la madrugada anterior.

Aspecto de
La primera impresión que causa Offenbach es la de ser un gato extraño. Inmediatamente esta impresión es sustituida por la apreciación de su extraordinaria belleza. Largo y flaco, Offenbach tiene una cabeza pequeña y triangular y dominada por sus grandes ojos azules, hechos aún más azules por las manchas color lila que tiene en las orejas y el hocico. El resto del cuerpo es delgado y fuerte con una piel de raros tonos beige o, a veces, rosa pálido, que se vuelve morada en el rabo largo. Pero muchos días Offenbach amanece nevado y todo ese día es un gato color de hielo. Otras veces su tono beige se hace más oscuro y se vuelve como de caramelo, de algodón de azúcar fresa, de chocolate con leche, variando de hora en hora.

Offenbach es sumamente afectado y consciente de la tremenda impresión que produce su primera aparición. Así, camina poniendo una pata delantera delante de la otra, para parecerse a Marlene Dietrich en sus mejores tiempos, mientras la parte trasera de su cuerpo se mueve con el ritmo de un pugilista o de un cowboy del cine. Esta aparición hermafrodita causa asombro en quienes lo ven por vez primera y no han visto todavía su trote de tigre o su andar cauteloso de pantera en acecho, mientras embosca a su juguete preferido: una tapa de corcho o una bolita de papel. (Aquí habría que hablar de los juguetes de Offenbach, de cómo ha rechazado ratones de plástico animados para volver a sus viejos corchos o cómo, de un solo viaje, destroza un león de peluche y se lo come –de hecho se tragó medio león un día y estuvimos una semana esperando su muerte inminente, pero echó la mitad del león como se la había comido, con su centro de alambre saliente pero sin lastimarlo, milagrosamente.)

Offenbach y las hierofanías
Offenbach tiene un lugar reservado en la cocina para su comida, en un plato doble de plástico amarillo, colocado sobre un doyle de goma. Allí está también su platillo para la leche, un jarro con agua y, a veces, su vasija para las vitaminas B de adulto, que devora de tres en tres cada mañana.

Miriam Gómez, por su parte, ha colocado sobre mi buró una hierofanía: una copa de agua para los muertos de la familia, especialmente para mi madre. Desde el primer día que Offenbach la vio, decidió que la copa de agua era para él beber y dejó de beber en el jarro que tiene en su rincón para venir a saciar la sed encima de mi mesa de trabajo. Desde entonces se le incorporó al ritual, y no es raro ver a Offenbach venir y beber sobre mi mesa mientras escribo. No hay mejor compañía para la soledad del escritor de larga distancia.

El lenguaje de
Offenbach se comunica con nosotros con algo más que maullidos. Su repertorio de sonidos forma un lenguaje peculiar al que el oído adiestrado busca y encuentra significados.

Brrr es un ronroneo de placer y de contento.

Burrr es el ronroneo alargado hasta una forma de protesta: no hay que seguir acariciándolo, o se le debe acariciar en otra parte del cuerpo.

Miau es el saludo de por la mañana. Una especie de buenos días que Offenbach nunca deja de dar.

Miauuu es para pedir algo: desde la comida hasta que se le abra una ventana y sentir el olor del jardín.

Miuu es siempre una advertencia: significa que él está presente y por tanto se le puede pisar o, lo que es peor, pasar por alto.

Miu es un simple saludo a cualquier hora del día.

Miawou es el saludo a quienes regresan a la casa. Es también una forma de queja: ha estado demasiado tiempo solo.

Mia miau es una exigencia: la comida que se retrasa o alguien no quiere cargarlo o cederle un asiento.

Miau simple pero seguido o precedido de un bostezo, es soberano aburrimiento: no hay que olvidar que Offenbach es un purasangre y toda actitud en él es francamente soberana: no pide, exige.

Miaourrru es cuando quiere jugar.

Rorroua es siempre un rugido: un atavismo de la selva o rezagos del macho que todavía hay en él.

Hay muchas más entonaciones del maullido, pero se quedan para otro tratado: el lenguaje animal al nivel humano.

Otras voces, otros hábitos

Offenbach tiene un más amplio registro de voces, es solamente mi pobre transcripción que la limita.

Offenbach es tuerto. Es decir, no tiene visión –y con todo es imperfecta– más que en un ojo. Este defecto lo ha hecho, entre otras cosas, adoptar la costumbre de saludar, a quien llega a la casa por primera vez o después de mucho tiempo de no venir, subiéndose al regazo del visitante y acercando su nariz hasta la nariz del recién llegado. Es una forma especial de su saludo, pero pocos saben comprenderla.

Otro hábito de Offenbach es hacerse el centro de atención. Así en una reunión él busca siempre la sección de oro del grupo y allí, donde convergen todas las líneas de atención, se sienta él, adoptando a veces la pose de la “gallina empollando”, que es sentarse con todas las patas debajo del cuerpo y hacerse una compacta bola de pelos. Otra manera de atraer la atención cuando ésta es monopolizada por un periódico, por ejemplo, es venir a sentarse precisamente sobre la noticia que está uno leyendo. Cómo consigue tal precisión, es uno de sus misterios. Otro misterio suyo es saber, como él lo sabe, quién viene a la casa. Aunque vivimos en la planta baja de un edificio de cuatro pisos, donde entra y sale mucha gente, Offenbach sabe siempre cuándo es Miriam Gómez o Carolita, por ejemplo, quienes vienen, y aunque ha estado semidormido hasta ahora va corriendo a la puerta del apartamento a saludar a quien llega. Este alarde de presencia se hace particularmente agudo cuando se acercan las cuatro de la tarde, hora de la comida. Entonces Offenbach espera el regreso de Carolita de la escuela o acosa a Miriam Gómez por toda la casa para obtener su cena rápidamente.

Siempre se acerca él a la puerta a saludar a quien llega, después que la puerta se ha abierto –excepto cuando se trata del limpiador de ventanas, de quien corre a esconderse debajo de la cama, reptando hasta ocultarse del todo y sin salir de allí hasta que se va el limpiaventanas–. ¿Qué ocurrió entre Offenbach y el limpiador de ventanas? Nadie lo sabe. Este misterio se hace más espeso cuando digo que antes eran dos los limpiaventanas y llegaban con su escalera ambulante especial y terminada en punta. Pensamos que tal vez Offenbach le tenía miedo a esta escalera extraña, tan diferente a la escalera propia, donde él se sube el primero cuando la abrimos por cualquier motivo. Pero luego vinieron otros limpiadores sin escalera, y su miedo era igualmente pánico. Ahora es otra persona el limpiaventanas, un muchacho como de unos veinticinco años: a él también le tiene terror Offenbach. Quizás un día desvelemos el espeso misterio: ¿trauma infantil?, ¿atavismo?, ¿reacción pavloviana? Tal vez ni Pavlov, ni Freud, ni siquiera Lorenz, puedan explicar este comportamiento: Offenbach nos tiene acostumbrados a más de una muestra de conducta desusada en un gato. He aquí unas pocas.

Cuando alguien llega a la casa de visita y se queda solo en una habitación, Offenbach nunca se va de allí hasta que volvemos a la reunión. Nosotros bromeamos que el él nuestro gato-policía pero hay más que una broma en su comportamiento. Como hay más que una broma en su costumbre de no dejarme trabajar tarde en la noche, como yo acostumbraba, y el hábito gemelo de despertarme con un maullido particular a las nueve de cada mañana. O su extraordinaria habilidad para abrir puertas. O su peculiar sentido del humor. Sabido es que los gatos son animales sin humor, que se toman terriblemente en serio y que no soportan, como los perros, las bromas. Offenbach no es menos gato que los demás a este respecto, lo que sí es curioso es verlo gastándonos bromas. Para mí él tiene reservada una particularmente apropiada. Cada tarde, después del almuerzo, yo me siento a leer los periódicos y revistas en una silla en la sala. Ésta es mi silla. Todos los saben, incluso Offenbach. Pero en sus días jocosos no es raro verlo correr hacia la silla en cuanto me ve terminar de almorzar y encaminarme hacia ella para sentarse antes que yo. Su broma se continúa por su completa posesión del mueble, agarrado a sus travesaños como un náufrago a una balsa. Si intento levantarlo tendría que levantar la silla junto con Offenbach. La broma culmina siempre con la llegada providencial de Miriam Gómez que me conmina por todos los medios a dejar a Offenbach ocupar mi lugar: su diversión favorita.

Otra costumbre favorita de Offenbach es ocupar mi silla de trabajo. Ésta queda trabada debajo de la mesa de manera que más parece una gaveta que una silla: muchas veces cuando yo vengo a trabajar me encuentro la “gaveta” ocupada. Tengo entonces que cargar a Offenbach como si fuera un niño y depositarlo junto a la calefacción y debajo de mi mesa y además convencerlo con palabras ad hoc de que no debe irse: nadie comprende, hasta que tiene uno, la extrema susceptibilidad de los gatos.

Offenbach hace una tercera comida al día: ésta es la comida compartida con nosotros su familia. Pocos minutos antes de la hora de la cena él se sube a la mesa y sentado hierático espera que se sirva la comida. Casi nunca dice nada, excepto por un leve bostezo de aburrimiento cuando a veces la comida tarda demasiado. Cuando la mesa está servida, él mira sentado uno a uno a los comensales, todavía esperando. Offenbach espera ser alimentado de lo que comamos nosotros y, aunque rechaza toda carne que no sea conejo en su comida de por la tarde y pescado en la de por la mañana, él acepta comer de lo que comamos: pollo, carne de vaca, ternera, cordero, puerco, etc., etc. Muchas veces ha llegado a comer de la salsa preparada por Miriam Gómez y otras veces ha comido hasta papa y arroz, para desmentir a los que creen que los gatos no pueden ser vegetarianos: Offenbach, en la mesa, se muestra omnívoro. Es más, su amor por la comida compartida lo ha llevado hasta comer de nuestros postres: una hazaña increíble para todos los que saben que los gatos detestan el dulce, ya que sus papilas gustativas rechazan el sabor dulce tanto como las nuestras rechazan el sabor amargo. A veces, cuando la comida es totalmente vegetariana, Miriam Gómez le prepara a Offenbach un platillo con crema de leche, que él bebe sobre la mesa. Siempre que prueba de nuestra comida, va de comensal en comensal pidiendo silencioso, sin jamás mendigar, como haría un perro. Cuando ha probado de todos los platos, se baja de la mesa tan silencioso y rápido como subió a ella. Lo más curioso es saber que Offenbach sube a la mesa por las tardes, ya que al medio día siempre almorzamos ligero: una sopa, un sándwich, una tortilla: comidas todas que no tienen el menor interés para él. Su momento malo en la mesa llega cuando tenemos visita a comer: hay que encerrarlo en un cuarto hasta que esté terminada la cena. Es entonces que sale y se refugia en cualquier rincón, lejos de los seres humanos que lo han ofendido relegándolo a su ostracismo.

Offenbach y el universo
Alguen me preguntaba una vez cómo había afectado mi vida la llegada de Offenbach. Dije o creo que dije que mi vida se podía dividir en antes y después de Offenbach. Lo mismo ocurre con la llegada de mi mujer, Miriam Gómez, a mi vida, o de mis hijas. Pero estos últimos son cambios previsibles. El cambio con la llegada de Offenbach fue totalmente inesperado: yo estaba dispuesto a tolerar un gato en la casa, pero nunca imaginé una asociación tan intensa como la que hemos trabado Offenbach y yo. Mi amor por esas doce libras de pelo, garras y ojos azules llega a dividir los visitantes a mi casa en dos categorías: los que admiran y los que desdeñan, aunque sea levemente, a Offenbach. Los primeros se convierten ipso facto en amigos a pesar de que su incidencia sea tan mínima como la de un técnico desconocido que viene a arreglar la televisión. Los segundos pasan a ser cuestionados en seguida, aun después de años de amistad intensa. Para mí el mundo se ha dividido en dos clases de personas: las que aman a los gatos y las otras. Las otras personas no saben lo que se pierden con no tener relaciones con un gato. A estas últimas les recomiendo adoptar un gato desde ya y, de ser posible, adoptar un siamés, que son a los gatos lo que los perros satos a los otros: los que más dan pidiendo menos.

A través de Offenbach he podido entender el mundo animal de nuevo, que estaba vedado para mí desde que me hice adulto y los problemas humanos vinieron a abrumarme y a hacerme olvidar la sencilla vida animal, sus ciclos vitales y su ausencia de agonía: lo contrario de la agónica vida del único animal que sabe que d muere.

Offenbach es un animal feliz: sus exigencias son bien pocas y, aparte de una comida en la mañana y otra al final de la tarde, no exige otra cosa que lo que él mismo da a granel: cariño, una mano pasada por la cabeza y el lomo, una cepillada ocasional: atención. Pero a pesar de su humanización y de su reclusión hogareña, la vida de Offenbach está atemperada a los ciclos animales y universales: él y el cosmos son la misma cosa, y el gran abismo creado por la conciencia humana es franqueado por Offenbach todos los días con una sencillez admirable: el estoicismo animal es tan natural como la respiración.

¿Todo Offenbach?
Releo lo escrito hasta aquí y me abruma su inanidad: la incapacidad de mi escritura para atrapar la esencia de lo que es Offenbach. Quizás algunas anécdotas puedan si no llenar por lo menos rodear ese vacío.

Un día Néstor Almendros vino a Londres y, como estaban los hoteles llenos, se quedó a dormir en casa. A media noche se despertó soñando que lo devoraba un tigre –y al despertar de la pesadilla se encontró con la cabeza de Offenbach que, sentado sobre su pecho, lo miraba dormir.

A Offenbach le gustan las escaleras, recuerdos tal vez de sus antepasados en las selvas siamesas. No hay para él mayor placer que Miriam Gómez saque la escalera de mano para alcanzar algún objeto del desván: en cuanto la abre, allí está Offenbach, salido de la nada, subendo el primero los escalones como un trapecista ebrio.

Offenbach tiene un colmillo partido. Esto le ocurrió al tener un accidente de caza con una ventana: velaba allí unas palomas a las que Miriam Gómez había echado comida en el poyo y, después de muchos asedios y emboscadas, saltó Offenbach sobre la imagen de la paloma más cercana a través del cristal límpido, contra el que dio de boca, partiéndose un colmillo. Desde entonces se le conoce en la casa como el Jefe Colmillo Frágil.

La curiosidad de Offenbach no tiene límites animales: basta que alguno de nosotros se pare frente a las ventanas que dan a la calle, para ver a Offenbach, detrás y abajo, tratando de mirar lo que miramos por todos los medios, llegando a maullar para que lo carguen o a subirse sobre el televisor y alargando el cuello mirar él también lo que miramos.

Un día llegó a la casa la bella G. Ch., de visita breve, y Offenbach, tal vez reconociéndola, extremó su caminado a la Dietrich para emerger de la sala al estudio y para flechar para siempre a la visita: lo mismo hace con cada visitante receptivo a los gatos.

Ver lavarse a Offenbach es una muestra de elegancia suma. A veces adopta poses tan desusadas –una pata trasera extendida y agarrada por las dos patas delanteras, mientras con la otra pata debajo de sí guarda un equilibrio tan precario como elegante–. Verlo es creer que él sabe que ofrece un espectáculo inusitado: la pose natural imposible de alcanzar por el ser humano más afectado.

Ver comer a Offenbach o tomar agua es otro deleite: no puede haber mayor finura en actos tan animales. Su lengua sube y baja desde el agua con una regularidad metronómica, y, al comer, muerde gentilmente la carne y la engulle poco a poco, apenas masticada por sus débiles dientes.

Offenbach es un espectáculo digno de verse hasta durmiendo, sobre todo dormido. Los días de sol él se regala con la luz y el calor, estirando una pata hacia delante mientras coloca sobre ella la cabeza a manera de almohada. Los días fríos se recoge como una gallina empollando junto a uno de los radiadores convirtiéndose en una verdadera bola de pelos, nada más que la cabeza saliendo de entre su abrigo natural. Otras veces coge de almohada los más disímiles objetos: el cable del teléfono, la pata del radiador, el suelo mismo, mientras su cuerpo descansa sobre un cojín. Otras veces…, pero basta.

¿Es esto todo Offenbach? No: ni siquiera he comenzado.



La foto de este post es la imagen de la más bella "Neina" de mi casa, mi gatita Luz.


martes, 7 de agosto de 2012

Morir


Recuerdo perfectamente aquel 12 de marzo de 1990, a mis 17 años me encontraba de visita en casa de mi abuelita, en la ciudad de Punta Arenas. Había viajado 36 horas en bus para pasar mis vacaciones de verano con ella y su compañero, el tío José. Ellos me regalaron momentos inolvidables de cariño y ternura que me dolían un poco porque me sentía tan carente de esos afectos. Reímos mucho y salíamos a buscar calafates para que yo pudiera regresar algún día, dormíamos los tres, viendo televisión o sólo conversando, fueron días maravillosos.

En esos días, mi país estaba expectante porque se venía el tan anhelado cambio, de la Dictadura de Pinochet al Gobierno Democrático de Patricio Aylwin. Yo había vivido los años de mi niñez y adolescencia en la más absoluta ignorancia respecto de lo que subterráneamente ocurría en Chile, nunca supe nada que me alertara sobre las violaciones a los derechos humanos o a las represiones que afectaban a tantos. Sólo recuerdo que en el año 1985, mi profesora de francés comentó: “En Francia, una persona le puede decir loco al presidente, y no le pasa nada…”. Esa frase quedó flotando por mucho tiempo en mi subconsciente, no por lo que en sí transmite… sino porque sentía que ella lo decía por algo. ¿Es que en Chile eso no se podía hacer?

Muchos adolescentes de esa época vivimos esa situación de ignorancia, porque los padres no tenían tendencias políticas claras o porque nuestra familia no se vio nunca afectada por algún hecho ligado a la represión.

Volviendo a mis días en Punta Arenas, puedo decir que yo me sentía una espectadora que presenciaba el advenimiento de un nuevo Gobierno, nada más. Recuerdo que el olor de los asados de cordero recorría la ciudad aquel día de marzo, porque la gente allá celebró. En casa de mi abuelita hubo asado también, y estabamos todos pendientes de la pantalla cuando de pronto, mientras el nuevo Presidente de la República ingresaba con su esposa al Estadio Nacional, apareció una imagen: en blanco y negro surgían unos hombres tras las rejas muy tristes. Quedé paralizada… antes de que me recuperara apareció otra más, otros hombres.


En ese momento, formulé la pregunta más ingenua que hice en mi vida: “¿Tío…, por qué están mostrando prisioneros judíos en la televisión?”

Mi tío José me miró intrigado, y después con dulzura me dijo: “Mijita, pero esos son prisioneros que estuvieron en el Estadio Nacional. ¿No sabes que muchas personas murieron allí?”

En ese momento, morí yo.

Murió mi paz, murió mi tranquilidad, murió el dormir serena en mi cama calientita, murió la certeza de que mis padres lo sabían todo, murió ese deseo que siempre tuve de informarme sobre las violaciones hacia personas en Cuba, la ex URSS, China y tantos otros países, ¿Cómo yo podía pretender estar al tanto de todo eso si no sabía lo que ocurría en mi propio país? Cuánto dolor el de esos días, meses y primeros años. Cuando la información comenzó a correr como un río que ya nadie pudo detener. Ese torrente putrefacto y negro que nos ensució a todos.

Después de eso he pensado que si lo hubiese sabido de otra forma, no lo habría podido soportar, era demasiado

Mi tío José con su cariño a esas alturas ya comprobado, sólo me dijo eso… y me sentí impulsada a informarme, a saber, pero sin culpa porque la ignorancia no me hacía prisionera de lo que había pensado o lo que había hecho antes.

Hoy miro hacia atrás y veo que esos días la niña que fui, tuvo su corazón hecho mil pedazos, y no por una pequeña historia de amor que pudo haberme acompañado también, sino porque pude ver que mis hermanos, mis primos, mis vecinos mi gente, mi pueblo tenía una herida tan grande que aún en estos tiempos no se ha podido sanar.


La imagen fue extraída de http://www.puntofinal.cl/521/estadio.htm


Desigualdad

Por muchos años y al igual que muchos, me mantuve ajena a la realidad que me rodeaba y que, sumida en mis cosas no podía ver. Hoy, cuand...