jueves, 5 de agosto de 2010

¿Día de quien?

El día del niño se acerca inexorablemente, y aunque Rodrigo y Fabián ya tienen 12 y 11 años respectivamente, aún se sienten pequeños todos los días del año. Más aún esta primera semana de agosto, en que somos bombardeados por la publicidad que nos recuerda que como padres estamos obligados a comprarles algo, y ellos como niños a esperar que así sea.

Este año más que nunca, veo esta celebración como algo vacío e impuesto, y hoy al leer como todos los jueves la columna de Cristian Warnken, me he sentido tan interpretada que decidí tomar el texto y publicarlo en mi blog, espero que puedan darse el tiempo de leerlo:



ADIOS A LOS NIÑOS

El niño viene caminando de la mano con su padre al colegio. Hace frío, y es la primera vez que descubre la magia del vaho que sale de su boca y de las bocas de todos los que caminan a esa hora por la calle. Ha tomado un buen desayuno, un pan crujiente, un queso, una fruta.

El invierno tiene sus regalos: el hielo que cubre los parabrisas, las montañas cubiertas hasta muy abajo por una nieve que parece crema de un pastel delicioso de ver y oler y sentir que es la Tierra. Y las hojas que se han tirado un piquero de los árboles para que los niños las pisen, las hagan crujir o las miren con arrobo y las guarden adentro de un libro de cuentos que les leyeron anoche. Cómo olvidar el cuento que el papá se dio el tiempo de leerle sentado a los pies de la cama, como hoy en esta mañana fría por fuera pero calentita por dentro, en que los dos vienen riéndose de la glotonería de Hänsel y Gretel, que les jugó una mala pasada con la casa de mazapán y chocolate que usaba la bruja como trampa.

Vienen recordando eso, cuando a la entrada del colegio, dos hermosas y altas hadas vestidas de colores se abalanzan sobre el niño. Con una sonrisa perfecta, le piden abra sus manitos y depositan ahí unos paquetes de galletas con incrustaciones de chocolate, las que quiera, todas las que quiera y pueda llevar. Las quiere todas. Quiere llenar sus bolsillos, y comérselas todas. En cuestión de segundos se olvidó de las hojas, del vaho, del cuento, hasta de su padre que mira indolente cómo las promotoras le roban a su hijo ante sus propios ojos para llevárselo al país de la gula desatada, donde los niños golosos no tienen límites, y bailan en desenfrenado aquelarre sobre montañas de papas fritas y grasas saturadas. ¿Es que se había olvidado este padre distraído de que estamos a las puertas del Día del Niño? Gran día de la mentira travestida de verdad, de la gula metamorfoseada en necesidad. He aquí la fiesta de la incontinencia y la bulimia, el juego perverso de pedir y dar, el bombardeo de las marcas sobre las caritas rubicundas. He aquí el nuevo cuento para niños modernos, cuentos con final feliz, con brujas vendedoras y magos del marketing. Y he aquí a los nuevos hermanos Grimm: creativos de agencias publicitarias, dispuestos a no dar tregua por semanas a ningún hogar, a ninguna familia, con sus cuentos edulcorados y facilistas. Folletería invasiva, jingles a granel, imágenes cayendo del cielo como meteoritos sobre el planeta de la inocencia.

Cuando termine el tan anunciado día, ya no habrá niños sobre la Tierra. Una nueva raza de adictos a todo tipo de juguetes y golosinas de última generación reemplazará a los niños que jugaban a hacer crujir las hojas, a leer cuentos legendarios, a cantar canciones y a imaginar figuras en las nubes. Una vez anestesiado el aburrimiento, muere la infancia. La infancia que crea, inventa, sueña, la que se deleita y asombra con lo mínimo, lo que está a la mano, lo que florece en la sencillez y la carencia. Ahora todo sobrará, hasta los padres, el amor, la música del viento, la palabra humeante y necesaria. Ya no bastó con que muriera Dios hace siglos, asesinado por la incompetencia de nuestros tatarabuelos que lo mataron con sus verdades viejas, gastadas e hipócritas. A nosotros nos estaba reservado un crimen más alevoso aún: el asesinato de la infancia.

Un asesinato sin sangre, silencioso. Sin comentarios filosóficos. Un asesinato en serie, que en todas las ciudades del mundo donde reina la abundancia, saca a los niños de sus juegos, los bota de sus caballos de madera, les quita los guijarros de sus jardines (el oro de sus botines y tesoros imaginarios), para lanzarlos a un abismo multicolor donde cada cual es devorado por los monstruos de sus propias pulsiones e incontinencias.

Bienvenidos a este fabuloso mundo sin límites, donde no existe el “no”, y los niños ya no tienen rabia ni pena. Al país donde en invierno no sale vaho de las bocas apagadas.



Para comentar en el blog de Emol, pueden ir a este link http://blogs.elmercurio.com/columnasycartas/2010/08/05/adios-a-los-ninos.asp


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