sábado, 22 de febrero de 2020

Desigualdad



Por muchos años y al igual que muchos, me mantuve ajena a la realidad que me rodeaba y que, sumida en mis cosas no podía ver. Hoy, cuando mi hijo mayor tiene una deuda de más de 10 millones de pesos sin considerar interés por ir a la universidad pienso en todos esos jóvenes que como él, lo han intentado y de recuerdo les quedará esa tremenda carga, tan diferente de lo que pudieron disfrutar generaciones anteriores, cuando sólo el esfuerzo intelectual bastaba para acceder a la educación superior. 

Hace un tiempo escuché a un jovencito que amo diciendo que todas las cosas “deben pagarse”, esa aseveración es la que resume el tremendo daño que el neoliberalismo le ha hecho a este país. Personas como él no tienen y no tendrán conciencia de que hay cosas que son un derecho fundamental, como la educación, la salud y la jubilación. La desigualdad imperante hace imposible que todos puedan pagar y cuando pienso en eso, inmediatamente recuerdo algo que vi hace un año y que me impactó tanto que no logro quitármelo de la cabeza, tal vez si lo comparto podré dejar la pena profunda de haber conocido esa realidad tan despiadada.

Trabajo junto a un colega que considero un amigo. A él le toca hacer visitas a las personas que piden “Certificados de Inhabitabilidad”, este documento indica el estado en que una vivienda se encuentra y generalmente lo solicitan quienes desean postular a subsidios para reconstrucción ya que sus viviendas se encuentran en precarias condiciones. Muchas veces me toca acompañarlo a estas visitas que me revelan realidades que estoy segura,  la mayoría de las personas que me rodean conocen sólo en sus pesadillas. Abuelos viviendo en gallineros, abuelitas que no tienen quién las atienda o que viven con hijos borrachos y violentos, personas que duermen con muchos perros, otras que viven en medio de basurales y no tienen fuerza para al menos despejar por donde caminan y así… muchas cosas nos ha tocado ver. 

Una tarde fuimos a una vivienda ubicada al oeste de la ciudad, en el antejardín y patio había mucha basura y materiales de construcción reciclados, una parte de la casa se había caído y habían doblado latas para envolver un vértice que amenazaba con caer. Tocamos y salió una señora que se alegró de vernos llegar, nos hizo pasar y entramos a una vivienda que rebosaba de basura, gatos y perros chicos hacían lo posible para acceder a un plato de comida que ella tenía en un banco, había un olor horrible. Le dijimos que necesitaríamos tomar fotos del cielo raso, paredes, piso, baño y exterior de su vivienda. Accedió comentando avergonzada que mejor no entráramos al baño, le dijimos que no se preocupara y mi colega comenzó a fotografiar entre los restos de basura y ropa. Después le pidió acceder a los dormitorios del segundo piso y me dijo que lo esperara abajo, me sentí tremendamente apenada de ver la pobreza y abandono en que vivía. Mi colega terminó y le dijimos que en unos días su certificado estaría listo y salimos. Al subirnos a la camioneta suspiró ahogadamente, le pregunté qué le pasaba y me respondió que arriba vio tres camas, y al lado de cada una de ellas, un tarro de pintura con orina y deposiciones, el olor era indescriptible. Por la ropa y una foto que vio se dio cuenta de que una de ellas era de un adolescente. 

Mientras íbamos de regreso a la oficina convinimos en lo terrible y cruel que alguien tenga que vivir de esa manera. A la depresión segura que tenía esa señora se sumaba el lugar remoto en el que ese chico se encuentra en la escala de posibilidades que tienen los jóvenes de su edad. 

Sé que hay personas que creen que “una cosa es la pobreza y otra es la suciedad” o “el que quiere puede” o la peor “el pobre es pobre porque quiere” pero no es así. En esta sociedad donde los niños han sido históricamente vulnerados y descuidados, muchas veces utilizados como mano de obra, con alcoholismo en casi todas las familias y con índices terribles de abuso sexual, ¿da para creer que todos puedan dar vuelta la página y salir adelante como si nada?  

No es así. 

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