jueves, 16 de septiembre de 2010

Amelia




Cuando tenía 5 años viví al lado de unos tíos a quienes quería mucho, sobre todo a ella, mi tía Amelia. Ella era una persona risueña, amable y afectiva con nosotros, cada 20 de enero nos pedía “prestados” a mí o a mi hermano para llevarnos a la fiesta de San Sebastián en la ciudad de Purranque, que queda a unos 80 kms. de Puerto Montt. Ella se preocupaba todo el día de nosotros, nos acompañaba a comprarnos cosas y no dejaba que nos expusiéramos al sol.

A mí me encantaba ir a su casa, o más bien dicho donde vivía en algún momento, de allegada o de inquilina junto a su marido; sus paredes siempre llenas de imágenes de santos, de Jesús y la Virgen María, del Papa Juan Pablo II, de ramitos de Misa de Domingo de Ramos, sus camas con unos plumones inmensos y su comida sabrosa. Si me ofrecía algo rico que tenía guardado, la expresión de su rostro era de una ternura sin igual. Siempre creí que ambos eran magos, ya que cuando vivían como inquilinos en el campo, se demoraban unos días nada más en habilitar una huerta, con verduras y flores. Parecía que de sus manos brotaban milagros, porque todo lo que sembraban crecía salvajemente.

Mi tía nunca tuvo un lugar propio donde vivir, a mediados de la década de los ’70, pidieron al patrón de mi tío que les ayudara a tramitar la documentación para postular a la obtención de una vivienda, y éste tal vez por ignorancia, completó una parte escribiendo a mano y la otra con máquina de escribir, por lo que rechazaron la solicitud. Nunca más supe que volvieran a intentarlo, aunque sí muchas veces supe de su llanto por no tener donde vivir, y esa procesión que se hacía eterna, los hizo verse humillados muchas veces, por quienes ellos más amaban.

Pero como no hay mal que dure para toda la vida, ella sola se armó de valor y fuerza y comenzó a ahorrar de a poco, con lo que la pensión de mi tío les daba para vivir, postuló para obtener su casa y aunque tuvo que esperar varios años, el 3 de septiembre pasado recibió las llaves que tanto esperó.

Al visitarla el fin de semana pasado, pude ver que nada cambió en todo este tiempo, Karol Wojtyla -entre otros- aún observa desde los muros el transcurrir de los días de mis tíos, sus modestos muebles como siempre bien pintados y su cama con un plumón gigante otra vez me llevaba a aquellos días en que siendo niña dormía en alguno de los lugares donde vivió. Feliz ella preparó una mesita para atendernos, y sus ojos como antes y como siempre me hicieron sentir como una pequeña de 10 años otra vez.



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