Mi tía Vitalia siempre ha sido una mujer llena de vida, temperamental y directa, lo que le ha traído no pocos problemas con quienes preferirían mantener las cosas en forma más solapada o subterránea. Cuando alguien de la familia es objeto de injusticia, ella es la primera en levantar la voz y decir por lo derecho lo que piensa, aprovechando de dejar más de algún orgullo herido, cosa que me fascina.
Cuando yo tenía unos 8 años, los días anteriores a la fiesta de Navidad fueron particularmente duros para mi familia, ya que no había dinero para celebrar ni comprar regalos. Recuerdo que mi mamá vendió algo y seguramente logramos tener una cena junto a ella y mi papá, pero la verdad es que con los años esa parte se me olvidó, aunque lo que pasó al día siguiente se ha quedado congelado en mi memoria para siempre, y cada vez que lo recuerdo, el amor me inunda con una calidez y un agradecimiento únicos.
Por aquel tiempo mi tía era maestra de cocina y trabajaba en un concurrido restaurante de Puerto Montt, al recordarla siento que todo el tiempo parecía estar cansada. A veces entre sus turnos, llegaba a nuestra casa, tomaba un baño y dormía el resto de la tarde. Con mi hermano hablábamos en susurros para que pudiera descansar y ella premiaba nuestras atenciones con helados o dulces.
Esa fiesta de Navidad de mis 8 años, seguramente mi tía Vitalia trabajó hasta tarde en una cocina calurosa y llena de aromas de los platos que sus manos preparaban, pero al día siguiente se levantó no sé a qué hora, y tomó dos locomociones para llegar a la casa de su hermana – mi madre –, para que sus sobrinos abrieran los ojos y encontraran un regalo que sus manos extendían mientras sus ojos cansados sonreían.